La jornada que devuelve a la actividad el Tour de 2017 es una jornada que nos suena, la hemos visto antes. El rodeo que el pelotón realiza entre Périgueux y Bergerac, una vuelta de 178 kilómetros, se hizo una vez en tramo más o menos recto de 63 kilómetros de lucha individual contra el reloj, en uno de esos kilometrajes eternos que hoy en día serían impensables.
Aquella jornada voló Miguel Indurain, lo hizo a tal nivel que se ganó el apelativo de la segunda mejor crono de la historia, porque en la retina teníamos aún reciente la de Luxemburgo, sólo dos años antes, en uno de esos días, 25 primaveras después, que jamás se olvidan.
La crono entre Périgueux y Bergerac figura en los anales por muchas cuestiones. Lo relató entonces el maestro Javier de Dalmases en las páginas del otrora diario polideportivo, El Mundo Deportivo, cuyo buceo por su hemeroteca es un placer para el recuerdo y la memoria.
Ese día de julio, con el asfalto derretido y el peligro en cualquier giro, Miguel estuvo a punto de caerse en dos de las primeras curvas, Indurain infringió un correctivo que a catorce días del final sonaba a sentencia. Sólo Tony Rominger, tres veces ganador de la Vuelta ese año, se mantenía con un halo de esperanza, a dos minutos, más allá de los cuatro caía Armand De las Cuevas, el gregario díscolo, el boxeador inconcluso.
La gesta de Indurain se puede explicar en diversos planos y estadísticas, pero si nos permitís sólo daremos una: el navarró envió más allá de los diez minutos a 123 ciclistas. Esa forma de pedalear, ese modo de acoplarse a una máquina que rodaba sobre un 54 x 12 se demostró imposible de gestionar para una amplia mayoría de los corredores, por no decir que a todos menos a Rominger, el único que salió en la franja de los dos minutos.
Aquella tarde tórrida dio otra de las imágenes que con el tiempo tomaron todo su sentido, una especie de calideoscopio que daba un color según lo giraras o miraras: en el kilómetro 16, a 50 de meta, Indurain doblaba a Lance Armstrong, el corredor que diez meses antes le había privado de ser campeón del mundo en Oslo. Aquella imagen fue recurrente, mucho, y tuvo tantos significados como cada uno quisiera otorgarle.
No obstante Miguel tomaba impulso hacia su cuarto Tour, al mismo que aspira Chris Froome estos días. Enviaba más allá de los siete minutos quien sería su principal rival, el letón Piotr Ugrumov, un tiro en el tramo alpino de aquella carrera. Ese día Abraham Olano se situaba como mejor joven del Tour.
Aunque le titularon como el “tirano de Bergerac” en múltiples medios, Cyrano hubo uno, un entrañable y calvo ciclista italiano, Massimo Ghirotto, quien recibió ese “premio” por mor de su generosa nariz.
Imágenes tomadas de El Tío del Mazo y Youtube