El ciclismo nunca duerme en Bélgica

Le llaman la «celeste belga» y es una leyenda muy tangible

Cien ciclistas se reunieron el 25 de junio de 1947 en París. Un centenar de hombres regularmente vestidos, con aspecto desgarbado, ojeras, barbas de dos días y una sensación de aventura reinando en el ambiente. Cien ciclistas llamados a hacer historia.

Era la primera vez que el Tour de Francia rodaría desde que acabara la edición de 1939, aquella que finalizó en las puertas de la Segunda Guerra Mundial, el desgraciado evento que congeló la vida civil en Europa durante casi una década. El Tour no fue ajeno a la desgracia, y esa madrugada de finales de junio significaba que la mejor carrera ponía letras al punto y seguido de ocho años antes. El Tour volvía rodar.

Por delante una carrera dantesca, en un país medio derruido, cicatrizando las heridas de una guerra que muchos llamaron total. Ganaría Jean Robic, llamado también “cabeza de cuero”, por su chichonera. Robic, un agonístico ángel francés, abigarrado a los esfuerzos imposibles, telonero de los grandes nombres que habrían de venir.

Sexto, ganador de una etapa, una crono infame de más de 130 kilómetros a las puertas de París, Raymond Impanis sacaba a pasear la lengua. Pudo haber hecho más que ese puesto que a muchos satisfacería, pero no a este flamenco de pose adusta quien con sólo 21 quería más mucho más.

Impanis estaba quemado con sus mentores, los ideólogos de la casaca belga, negra, como un tizón, una prenda estéticamente correcta pero un horno en el verano francés. El negro no le gustaba a Impanis, le daba sofoco llevarlo. Convencido iría a la mismísima federación, quería otro color, una pieza liviana que esquivara la severidad del sol sobre sus espaldas.

Nacía la celeste belga…

El primer diseño fue eso, un azul cian con las enseñas belgas en el pecho:

El negro del color de la armadura

El amarillo, como la dorada tez del león en el escudo de armas

El rojo como las garras y lengua del león flamenco

Su origen brabantés la hizo horizontal en un primer momento, luego, a modo francés, se imitaron las tres franjas verticales de la tricolor.

El maillot belga, la pieza de las mil batallas, célebres y a veces vergonzantes. Mundial de ciclismo, ciudad de Barcelona, circuito de Montjuïc. Cisma en las grandes selecciones. La italiana porque no lleva a Gianni Motta, el gran rival doméstico de Felice Gimondi, líder absoluto de la azzurra. En la belga porque hay pulsiones no resueltas entre sus dos grandes nombres: Eddy Meckx y Freddy Maertens.

Al contrario que los italianos, en Bélgica van con todo. Craso error. La inercia de la carrera forma un cuarteto de lujo, el mentado Gimondi, Luis Ocaña y dos belgas, ¿cuáles? Maertens y Merckx.

Y ocurre el desastre, las desavenencias entre los dos divos se extienden a la carretera. A sesenta kilómetros de meta Merckx causa estragos y hace el corte de cuatro. Colaboran, abren y mantienen el hueco, sobre los dos minutos sobre los de atrás. En el tramo final Gimondi sondea el desarrollo, pone el 54 adelante, el 14 atrás, Abre hueco, Maertens tiene que salir a por él, Merkx no está por la labor.

A pesar de ser más rápido, Freddy no recibe ayuda de su compañero de selección, dos celestes y no se ponen de acuerdo. Sin pereza Maertens cierra el hueco hacia Gimondi, pero éste tiene más, tiene una corona más pequeña, un trece, que no duda en poner para remachar y ser campeón del mundo. Maertens, hundido, traicionado, entra segundo. No se hablaría en años con Eddy.

La celeste siempre es protagonista, la casaca que nunca duerme, como el ciclismo en Bélgica. Primavera, adoquín en Flandes y cotas en Valonia. En otoño se despereza el ciclocross, la gran aventura del barro donde virtuosos como los De Vlaeminck, Liboton y Nys dieron grandeza a la frágil modalidad.

 

Tardes de mundial, sean en Flandes, sean en Países Bajos, sean en Lousiville,… siempre son un concierto de celestes, tres, cuatro, cinco delante, arriba y abajo, trepando escaleras, saltando tablones sin apearse de la máquina, enloqueciendo al respetable. Cuatro, cinco o seis celestes en el top ten.

Pero hay más. Gante estos días es otra fiesta, los Seis Días, la fiesta de ciclismo bajo techo, el tope del velódromo de Kuipke, instalación que desde 1965 acoge la cita, porque la anterior que consumió en un incendió. El lugar rezuma historia, escrita por las manos de los más grandes, el mentado Eddy Merckx, pero también Patrick Sercu, para muchos el mejor pistard de los tiempos.

Kuipke, con sus 167 metros que necesitan de seis vueltas para cumplir el kilómetro, es una instalación que retrotrae a la grandeza de los seis días, los tiempos de la belle époque, tiempos que empezaron a contar en los años veinte, y que casi cien años después siguen vigentes, gracias a la imperecedera estima belga por el ciclismo, uno de esos amores que son circulares, como el día en el que nunca se pone el sol para que la bici, como decía Albert Einstein, nunca deje de rodar.

Imágenes tomadas de Belgian Cycling

 

 

 

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