Gianni Bugno encontró consuelo en Benidorm

1992: Gianni Bugno es uno de los ciclistas de moda. Había perdido el Tour del año anterior frente a Miguel Indurain pero existía la creencia de que el italiano nacido en territorio suizo tenía un punto más que ofrecer, el paso para poner en apuros al navarro, que habiendo explotado más tarde que el italiano, le había tomado la delantera.

Bugno era el rival, el hombre que todos temían, más incluso que Claudio Chiapucci. Un día, una carrera, en Stuttgart, Bugno se coronó campeón del mundo ante el propio Miguel. Con el arco iris rodeándole el pecho y un equipo potente, a medid del campeón, el Gatorade –del que Fignon cuenta cosas sabrosas en su libro– el exquisito ciclista parecía en disposición de hacerle daño a Miguel.

Pero no fue así. El Tour del 92 fue la triste confirmación que ese navarro que le adelantó por la izquierda, le había metido muchas bicicletas ventaja. Bugno se descolgaba tristemente de la quiniela del Tour, una quiniela en que su antagonista italiano, Chiapucci también la había tomado distancia.

Pero a Bugno le quedaba la bala del mundial, en un momento singular, además, de esos que marcan a fuego la conciencia colectiva. La carrera de fondo, entonces no había cronos, se corría en Benidorm, lugar muy conocido en círculos ciclistas, por ser idóneo para cargar baterías durante el invierno y por tener, entre otros inquilinos, al propio Indurain, que se escapaba al lugar por su bonanza climatológica.

Era la bala de oro, la muesca que Gianni quería marcar: ganar en casa de su verdugo.

Aunque Bugno era dorsal número uno, vigente campeón y rueda, por ende, a seguir, el favoritismo de Indurain parecía eclipsar cualquier otra opción, aunque esto era un mundial, carrera de un día, una prueba de sólo ida, sin opción a revancha, nada que ver con la agonía de una gran vuelta.

La carrera fue una locura de seis horas y media. Los doce pasos por Finestrat debían hacer mella, romper el grupo, pero no resultó tan sencillo. En la penúltima ascensión, Miguel Indurain arrancó duro, muy duro, tanto que solo Chiappucchi, Rominger y Jalabert consiguieron tomarle la rueda.

Fueron unos segundos de impás, de espera, una calma tensa con el sol de primeros de septiembre tostando la concurrencia, un sobrecalentamiento que no tuvo efectos. Los cuatro de cabeza se miraron y desconfiaron la de la velocidad de Jalabert. De haberse puesto de acuerdo ¿quién sabe?, pero Jaja, con esa entonces tez de niño recién aterrizado en la ONCE, imprimía respeto en las llegadas en grupo.

Cazados los cuatro, fue el propio Bugno quien dio continuidad a unas hostilidades en las que los franceses entraban al trapo. Otra vez Jaja, también Leblanc y Boyer, diezmaban la resistencia de los anfitriones que quemaban las naves de Extabe y Perico. En Finestrat sin embargo Indurain desiste, ya no tiene gas o ve que la dureza de la subida no le acompaña.

Se va a jugar todo al sprint. Gianni Bugno saca toda la clase y talento de la que es capaz tras 250 kilómetros de competición, gana a Jalabert, quien nunca sería campeón del mundo, y a Dimitri Konyshev, un ruso cargado de talento que tres años antes ya había sido podio, junto a Lemond y Kelly, el día que el americano era campeón por segunda vez.

Bugno otra vez arriba. Admitía cierto disgusto por ganar en casa de su gran rival, pero en el fondo verse otra vez bendecido por el maillot más valioso del pelotón era un honor. “La diferencia entre Indurain y yo es que tengo la velocidad necesaria para ganar pruebas de un día”. Así fue. Esa diferencia sería inversa en otros muchos terrenos, pero esa tarde, Gianni se consoló en Benidorm.

Imagen tomada de StickyBottle

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